jueves, agosto 24, 2006

Romántica Noche (si las hay)


No se por qué se enojó tanto Laura. Venía todo tan bien, beso acá, ojitos por allá, que sos divina, que me siento tan bien cuando estoy con vos. La verdad que no sé que fue lo que hice mal. Me había puesto mi mejor camisa, el pantalón que le hace juego, me peiné como me enseñó mi abuela (que en paz descanse) y me lavé los dientes unas tres o cuatro veces. Primero fuimos a comer algo a mi restaurante preferido. Me recibió Don Tornatore, un gordo de bigotes digno de ser retratado en un film de Kusturika.
-Buen día, amigo mío- me recibió con su habitual cordialidad. Yo había ya ordenado la cena hacía unas horas, por eso apenas nos sentamos en un rincón con velas, Don Tornatore nos trajo en seguida nuestros platos favoritos: Canelones de espinaca para mí, ravioles de calabaza para Laura. No se por qué se enojo Laura, porque apenas terminamos de comer me dijo que había sido una de las cenas más románticas que había tenido.
Después salimos a caminar por la calle empedrada que bordeaba el río. Nos sacamos los zapatos y nos animamos a caminar por la arena. Los barquitos pesqueros llegaban a la costa después de un largo día de trabajo y las familias del pueblo salían a deleitarse con la luna llena que brindaba un espectáculo pocas veces visto. El pelo de Laura brillaba con la luz de la luna y el reflejo de sus ojos componían una mezcla rara entre marrón y azul, haciendo un violeta espectacular.
Ahí nomás la miré a Laura fijo a los ojos, la tomé de la mano y me le confesé:
-¿Ahora sí te la puedo meter por el culo?

Perdón, me fui a la mierda.

viernes, agosto 04, 2006

Juan y María


Si algo tenía que pasar entre María y Juan, iba a ser aquella tarde. Las coordenadas del sol así lo indicaban, como también el heladero de la calle Robredo, sin siquiera mencionar al dogo de de doña Ernesta, quien se posó en la falda de María para que Juan creyera una vez más en los poderes de encanto de su querida amiga. Ninguno de los dos había podido dormir la noche anterior. Cada uno, a unas pocas cuadras de distancia, se revolcaba ansioso en su cama, imaginando como sería la anhelada salida del día siguiente. Cada uno, en su intimidad, había pensado en los zapatos que se pondría, la blusa preferida, el perfume de su padre. Cada uno había ensayado sus movimientos seductores: - Dichosos los ojos que te ven, María-. Tan sólo un sutil aleteo de pestañas por parte de María bastarían para retrucar un piropo de tal magnitud. Ya antes de poder conciliar el sueño, cada uno había imaginado qué gusto de helado le pediría al heladero de la calle Robredo. Por parte de María, frutilla y vainilla, para variar. Y qué iba a saber Juan que el limón le hacía muy mucho mal a María. Qué iba a saber el pobre Juan que si apenas su amada se acercaba al aroma del limón, sus dulces labios morados crecerían hasta mulatos y su grandes ojos verdes serían cruelmente desplazados por unas ojeras furtivas. Pobre Juan, como iba a saber si nadie le avisaba, que a María se le empezarían a caer sus rizos dorados cuando sintiera el limón, y que su voz de jilguero pasaría a ser la de un barítono de ancho porte. Pobre Juan, nunca debió haber pedido limón.

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